viernes, 23 de marzo de 2007



CONFESIONES DE UN TRAVESTI COMUNISTA

Por:Luis Valdez

Voy caminando por la calle Villagrán en el centro de la ciudad. Hago todo lo posible para que nadie pueda notar que llevo algo de gran importancia conmigo. Es decir, que llevo en este maletín la ropa interior que usaba María Félix al momento de morirse.

Al menos eso es lo que me aseguró el vendedor de la sexshop Venus, ésa que está en Arteaga. He sido más afecto a visitar los tabledances que a recorrer estas tiendas y comprar una película, una revista o la ropa más atrevida que se pueda usar, para el momento justo en que hombres como yo, clavadistas, nos lanzamos desde un closet como si fuera el trampolín más alto del mundo. Un pinche suicida.

El caso es que el vendedor me señaló un cuarto al fondo y pensé: éste quiere mostrarme algún tipo de mercancía especial. Claro, es mejor pensar en eso que en una posible insinuación entre hombres.

– ¿Te gusta la ropa interior de mujer? –me dijo.

Le confesé que la lencería siempre me pareció un tipo de arte no muy valorado, más que en la intimidad, y me insistió: Bueno, amigo, ¿pero te gusta o no te gusta la ropa de mujer?

– ¿Gustarme como para qué? –contesté al fin, con un tono áspero.

Y al poco rato ya salía de allí con todo el paquete de lencería envuelto para regalo.
Estos tesoros del jet–set mexicano, entiéndase los chones de la Doña, no son para mí, sino para mi padre. Ya era tiempo de que alguien le regalara algo de colección, luego de que mi madre pasó a formar parte de la colección de un tercero en discordia. Eso a mi padre no le hubiera afectado demasiado si hubiéramos tenido otra mujer en casa. Pero como yo soy hijo único y seguramente no me gustaría ver allí a otra mujer que no fuera mi madre, vistiendo esos camisones largos de franela desgastada, mi padre dijo: Ok, hagámoslo de la manera más sencilla, y veamos si me queda la ropa de tu madre.

Y hagan de cuenta que habían sido hermanas.

Sigo caminando por Villagrán. ¿Cuántas calles faltarán para llegar a la casa que rento con mi mujer? ¿Diez? No puedo evitar la tentación y entro al Infinito. Es un tabledance de precios populares. Aquí en lugar de favor de no tocar, se dice Prohibido no tocar. Las bailarinas caminan por entre las mesas y son manoseadas. Unas esquivan ágilmente y otras gritan malhumoradas. Saben que es uno de los requisitos para ser contratadas. Ni se han de imaginar lo que llevo en mi maletín. Si una de ésas, que se sientan toda la noche en las piernas del mismo tipo, que de seguro ha de ser un narco, me descubriera, andaría de necia: ándale, ándale, y manda a tus golpeadores que lo sigan por toda la calle y cuando se detenga a tomar aire o a orinar, lo pescan y patean hasta que suelte ese maletín.

Por eso mejor salgo del lugar y me regreso unos pasos para entrar al Tangalayai, que no es más que un tejaban de lámina y se te hace que en lugar de entrar a un lugar con buenos cimientos, es una clase de circo. Hay tres tarimas y mientras en una bailan las mujeres, en otra están recostadas. Como filetes de mojarra sobre el hielo del mercado. Les brilla la piel y llevan el pelo suelto. Todas huelen al mismo perfume.

A mi padre nunca le ha gustado que el perfume se repita en más de una persona. Atribuye el abandono de mi madre a que en ese tiempo él usaba una loción que estaba de moda, y seguramente ella lo dejó por un hombre que olía igual pero de un físico más privilegiado. Por supuesto que no era más que una teoría para pensar que ella sólo había sido víctima de una confusión. Nunca entres con tu mujer a un lugar a oscuras y repleto de gente, si la loción que usas la pueden estar utilizando más de tres tipos.

Sabias palabras de mi padre. Él era un hombre inteligente. Lástima que lo expulsaron del grupo comunista con el que se reunía cada jueves, sólo porque se acostumbró a un estilo de vida travesti.

Una mujer me toca el hombro y apenas volteo cuando me planta un beso en la mejilla. Dice que se llama Jennifer y se me queda viendo, esperando la presentación que ameritan las buenas maneras:

– Vicente, Joaquín Vicente.

Se sienta en mis piernas y pregunta si le invito una copa.

– Ni siquiera te he visto bailar –le reprocho.

Contesta que ya ha bailado en más de tres ocasiones y yo no he hecho más que verla.

Llamo al mesero. Le pregunto a la bailarina cuánto tiempo tiene bailando en este lugar y ella me responde lo que respondería cualquier otra: Menos de un mes. Es de fuera de la ciudad.

Me pregunta si soy un oficinista, porque se nota que cuido mucho el maletín.
Me ofendo por lo de oficinista, claro. Apenas termina su copa y pago mi cerveza y la copa para salir inmediatamente del lugar.

Voy caminando por la calle Villagrán. Mi padre y su grupo comunista secuestraron unos camiones y se metían en los depósitos del centro para robar cajas de cerveza. Bebían, cantaban, gritaban, con sus planes de cambiar al mundo. Imaginando que todo iba a ser distinto en unas cuantas décadas. Que ya no habría música en inglés si no fuera la de Bob Dylan o Joan Baez. Que Silvio Vicente iba a terminar siendo presidente de Cuba y el Che Guevara como un santo. Imaginaban el tour de la momia de Lenin por todo el mundo como si fuera el Papa Juan Pablo II. La momia viajera. Santa Teresita del niño Jesús en una caja mientras todos los presentes canturrean párrafos del Libro Rojo de Mao Tse Tung. Que el que no ama a Cuba no–ama–a–Mao, decían. En el doble o triple sentido de la palabra, o en el sentido con más sentimiento de aquellos años setentas. Los veías todos los jueves tomando café refill en los mismos lugares donde ahora los sigues viendo, 29 años después. Ahora los negocios tienen distintos nombres, pero ellos siguen teniendo los mismos. Y no son post comunistas ni excomunistas, pero sí con las mismas costumbres. Y no querrán ver cuánto cambian. Por eso les daba miedo imaginarse a mi padre asistiendo a sus congresos con calzones de mujer en sus pantalones. Por eso lo expulsaron, porque nunca imaginaron en los años setentas, que un comunista pudiera tener sida o navegar toda la noche en páginas porno de internet.
Voy caminando por la Alameda Mariano Matamoros. Unos minutos más y llegaré a casa y le diré a mi mujer: ¿Verdad que es una ropa bonita? ¿Verdad que a mi padre le gustaría sentirse como la Doña María Félix, la Diva del cine mexicano? Mi madre en cambio, nunca fue una diva. A ella le gustaban las pizcas de realidad. Insistía en que el Manifiesto del Partido Comunista era un libro más literario y filosófico que práctico. Que tenía uno de los mejores inicios que había leído jamás: Un fantasma recorre Europa.
Y en cierto modo era verdad: un fantasma recorrió todo el mundo, con estos señores que ocupaban las mesas de las cafeterías. De algún modo les llegaron a tener miedo como fantasmas. No sé si el zar de Rusia, los bolcheviques o los meseros de Sanborns, pero al menos a mí no me acababan de simpatizar. Se lo dije a mi padre más de una vez, pero él decía que la belleza estaba en el interior de las personas. Mi madre insistía en que también en su olor. Debimos de imaginarlo.
Pensándolo bien, si mi padre tuvo derecho a ser un travesti, ¿por qué no tener derecho a ser también una diva? Una diva comunista. Como Tina Modotti, pero versión de acá del norte, de la tierra de la carne asada y la cerveza.
Llego a casa. Lorena está en el sillón de la sala. Creo que es la misma película que pasaron ya tres veces esta semana. Pinche televisión por cable. No hacen más que repetirte lo misma puta película, día tras día, durante un mes.
Total que no le interesa adivinar lo que llevo en el maletín. Cuando le digo que son los calzones de María Félix, murmura que estoy bien pinche loco. Me dan unas ganas terribles de tomar las prendas con las manos y ponérselas en su cara, y frotárselas fuerte, con todo el coraje de mierda que me nazca, hasta que a fuerza de oler los últimos sudores íntimos de la Doña de doñas se convenza y diga: No pos sí, esto huele a orines de María Félix.
Pero no lo hago. Seguro Lorena ni se ha de haber desmaquillado. Dejaría mancha y por eso luego las piezas de colección pierden su valor.
Salgo y camino por la calle Washington. Creo que entre los pocos gringos a los que los comunistas no detestan, está George Washington. Claro, el pobre güey ni tiene nada que ver en el asunto. ¿Cargué mi encendedor y cigarros? Sí. Meses que no fumaba. A lo mejor ya ni sirven los cigarros. De seguro en los setentas también se fumaba mucho. No lo dudaría, porque los amigos de mi padre quedaron medio locos. Eso de pensar que lo que no es, todavía es, pues como que está muy cabrón.
Llego a Venustiano Carranza. Una calle más y entraré por el Mercado de las flores. Hay negocios abiertos las 24 horas, donde las venden baratas. Detrás de allí está el Panteón del Carmen donde tienen la tumba del rock. Nadie me ha sabido decir quién la puso allí o si tienen a alguien dentro. No hay fecha ni de nacimiento ni de fallecimiento. Sólo dice: ROCK.

¿Y dónde está la tumba del comunismo, papá? Le digo mientras prendo fuego a los calzones y se los dejo sobre la lápida.http://www.citla.com/cgi/pagina.pl?id=11312&

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